Premonición


Una mañana como cualquiera otra de su estructurada vida, Guillermo tuvo una premonición. En un momento de horrenda iluminación mientras servía café negro en una taza roja, un rayo de luz atravesó su cabeza y lo encegueció por unos instantes. En ese trance ínfimo, supo que asesinaría a un hombre. Vio el rostro de la víctima, a quien aún no conocía. Sintió los latidos de su corazón excitado por aquel acto despiadado y brutal. Las venas de sus manos se hincharon con la sangre que corría a borbotones, preparadas para la labor que en breve realizarían. Incluso presintió la pavorosa sensación de satisfacción que la tarea terminada la generaría. Olores extraños lo envolvieron. Sintió una brisa con olor a humedad. Sus músculos se tensaron como piedra durante unos segundos para luego quedar relajados y plenos.

Cuando terminó de experimentar en su cuerpo ese augurio macabro, el café recién iba por la mitad de la taza. Dejó la cafetera en la mesada de granito negro de la cocina. Sus manos temblaban. Las impresiones vividas lo habían dejado debilitado. Sintió nauseas. Un frío helado que venía desde adentro de su cuerpo lo hizo temblar durante varios minutos. Se sentó en el piso, en un rincón que lo contenía, e intentó volver a la compostura. Aquello era imposible. Él no era, no sería nunca, un asesino. La sola idea de infligir algún tipo de violencia, por mínima que fuera, sobre otra persona, lo sublevaba. Hizo un fuerte esfuerzo mental para calmarse, para volver a su eje. Aquella premonición nefasta era imposible. Buscó un motivo racional para semejante ocurrencia de lo que él consideraba su imaginación y llegó a la conclusión que las repetidas series de suspenso y misterio lo habían sugestionado. Así como los niños se creen superhéroes después de leer sus historietas preferidas. Su mente se había contaminado de esa fantasía. Se aferró a esa idea. La repitió como si fuera un mantra, hasta que se sintió lo suficientemente calmado como para poder comenzar su día e ir al trabajo.

A pesar del esfuerzo que Guillermo hizo para dejar atrás lo sucedido durante la mañana, las imágenes y sensaciones volvían de manera explosiva y sin previo aviso. Los compañeros de trabajo le preguntaron en más de una ocasión si se sentía bien. El respondía con un invariable y monótono “sí, todo bien”, como si esa frase alcanzara para esconder la enajenación en la que se encontraba desde que había servido su taza de café negro en su taza roja. Ese día tenía por agenda, una presentación ante el directorio sobre asuntos concernientes al crecimiento de la empresa. Su reputación y un posible ascenso se jugaba en la sala de reuniones. Guillermo sabía trabajar bajo ese tipo de presiones. La había hecho durante años, siempre con buenos resultados. Su puesto se lo había ganado a fuerza de sangre fría, capacidad y el carisma justo para conseguir los ascensos que él se había propuesto en la construcción de su ambiciosa carrera.

Durante la reunión, en la que debía hacer la presentación en la que tanto había estado trabajando, la aparición delante de sus ojos de las contracciones de terror que aquella supuesta víctima experimentaba mientras él disfrutaba de manera bestial de quitarle la vida con sus propias manos lo dejó paralizado frente a su audiencia. Nunca le había pasado algo así en su vida, ni siquiera cuando era un novato. Quedó paralizado frente a jefes y subordinados. El sudor le caía por la espalda. La corbata lo asfixiaba. Pidió un vaso de agua y lo tomó sin respirar. Se disculpó. Preguntó dónde había quedado. Hizo un esfuerzo sobrehumano por continuar. Se secó el sudor de la frente con un pañuelo blanco y terminó de hablar frente al público que lo observaba con mal disimulado recelo. No hubo aplausos, preguntas ni felicitaciones. Nadie lo palmeó en la espalda ni le dio la mano con la efusividad que se espera cuando el trabajo está bien hecho. Sin levantar la vista de la mesa negra de la sala de reuniones, guardó sus cosas en el maletín, Arguyó estar incubando alguna gripe y se retiró antes de que terminara la jornada. Caminó las cuarenta y dos cuadras que había desde su trabajo hasta su casa, casi a la carrera. Entró al departamento, cerró la puerta con todas las llaves que tenía y se arrancó el saco, la corbata y algunos botones de la camisa empapada en un intento de conseguir respirar con más comodidad. Cerró los ojos por unos segundos con una mezcla de terror y resignación: ¿es que acaso aquella escena que desde la mañana lo perseguía sería un acontecimiento que realmente sucedería? ¿Era esa una naturaleza oculta durante toda su vida dispuesta a mostrarse de la manera más horrorosa? Se sintió por primera vez partido a la mitad: mientras una parte de él se revolvía de asco y desesperación, un rincón de su mente se había encendido con un tenue rayo rojo que comenzaba a latir lentamente. Esa chispa tenía vida propia. Se regocijó ante la posible inminencia de los actos. Se le hizo agua la boca como frente a un postre delicioso para ser saboreado. Ese punto rojo había comenzado a latir y con cada latido, la luz que manaba tímida, comenzó a cobrar más intensidad. Guillermo no podía comprender que esa dualidad estuviera en su cabeza estructurada, rígida, perfecta. Luchó con la sensación de estar siendo comido por dentro. Gritó. Apretó sus manos sobre las sienes, que sufrían los golpes del martillo desde adentro. Pasados los minutos, Guillermo se encontró tirado en el piso, los brazos y piernas extendidos formando una estrella con su propio cuerpo. Una leve sonrisa cruzaba su rostro pálido y perlado por el sudor. El punto rojo en su cabeza se había convertido en una entidad cálida, casi reconfortante, que repetía con voz propia y a ritmo pausado, como si fuera un tambor lejano: “lo harás mañana”. Mañana. Mañana.

Cuando despertó al día siguiente, después de una noche turbulenta, plagada de sueños extraños e indefinibles, en donde un viejo él trataba de presentar batalla a un nuevo Guillermo, más ágil y perfecto, pensó -quiso pensar- que tal vez todo lo vivido el día anterior no había sido más que una extraña, extensísima e imposible pesadilla. El sol brillaba. Un rayo se colaba por la persiana y caía en el suelo de la habitación a oscuras. Fue a la cocina, tomó un vaso de agua fría. Todo parecía estar en orden. Su mente estaba en calma. Casi se animó a aceptar que se sentía un hombre pleno comenzando un nuevo día en su vida perfecta. Con una sonrisa relajada preparó una tostada de pan integral, le roció un poco de aceite de oliva, un poco de sal y pimienta, una rodaja de tomate. Fue feliz en comenzar su rutina saludable que tan bien le hacía. Preparó, como siempre, su café en la cafetera italiana que había comprado en uno de sus últimos viajes. Sacó de la alacena la misma taza roja de todas las mañanas. Sirvió sin apuro la infusión. El ruido del café llenando la taza, la espuma acumulándose, cremosa, en la superficie. El vapor, de suave aroma tostado y frutal dibujó una voluta larga y caprichosa. El calor del líquido entibiaba las parades de la cerámica roja que sostenía entre sus dos manos, como en un rezo matutino. El sabor en la boca le recordó a las almendras dulces. Todo parecía igual que cada mañana. Todo estaba en orden. Pero en un instante, la taza resbaló de entre sus manos. El café se volvió hiel en su boca. Se quemó los pies. Cada músculo de su cuerpo se contrajo hasta sentir que su espalda se iba a partir en tantos pedazos como los de la taza que se había destrozado en el piso de baldosas blancas. Uno de esos pequeños pedazos le cortó la planta del pie derecho y comenzó a sangrar. Grandes gotas se mezclaron con el café derramado. Guillermo se apretó la herida con una servilleta que sacó de un cajón. La tela absorbió la sangre. El dolor era punzante. Se preguntó como haría para llegar hasta el trabajo con ese dolor. Le gustaba ir caminando para hacer ejercicio. Vociferó unas cuantas malas palabras. Maldijo su suerte. Dobló la servilleta y siguió presionando en los espacios que aún permanecían secos. El rojo de la sangre sobre el blanco de la tela lo hipnotizó. Sin pensar lo que hacía, abrió los labios y con un sonido húmedo succionó el líquido rojo que había absorbido el paño. Cerró los ojos. Un extraño placer lo envolvió. Tragó la nueva bebida en un estado de éxtasis. Nunca pensó qua la escena se había vuelto repulsiva. Recordó el rostro desconocido al que supuestamente iba a matar. Fue al baño y se vendó el pie. Se afeitó, cepilló sus dientes, se puso la crema humectante de todos los días, se peinó el cabello abundante. Se vistió como siempre y salió de su departamento.

Saludó a todo el mundo que se cruzó en el camino desde el ascensor hasta el garage donde guardaba el auto que solía no usar para no aumentar la huella de carbono en el planeta. En la puerta del estacionamiento el nuevo cuidador miraba la gente pasar. Guillermo soltó un plácido “Buen día” al hombre que miraba hacia el lado contrario, a una mujer que paseaba con su perrito. El tipo no escuchó el saludo. Estaba atento a que no le ensuciaran la vereda que recién había limpiado. Guillermo repitió el saludo. Le molestaba que la gente no respondiera. El portero giró la cabeza y con gesto indiferente respondió con un seco “Buen día”. Era él. Ese hombre en el portón del garage era el mismo que se había aparecido delante de sus ojos la mañana anterior durante su visión febril. Su pelo corto tupido como un cepillo. La cicatriz sobre la ceja derecha. Los labios carnosos. La nariz levemente torcida hacia la izquierda. La cara redonda. La sorpresa golpeó a Guillermo en el pecho. Se quedó paralizado frente a aquel hombre de camisa y pantalones azul petróleo. La sonrisa se secó en su boca.

  • ¿Es usted el nuevo encargado?
  • Sí, pero sólo por unos días. Cubro las vacaciones de Luis. Se fue dos semanas a la costa.

Guillermo actuó movido por un impulso que provenía de ese rincón de su cerebro en donde el punto rojo latía.

“¿Sabe algo de autos?”- preguntó con la sonrisa congelada.

“Algo. ¿Qué le anda pasando al auto?”

“A veces no quiere arrancar. ¿Le molestaría acercarse y fijarse? Tal vez necesito un empujón si está empacado…”

El portero seguía cuidando su vereda de posibles mugres indeseadas. Masculló un “ya voy” de compromiso. No prestó mucha atención a aquel hombre de imagen perfecta que había clavado sus ojos en el cuello y que sonreía con todos los dientes al aire, mientras disfrutaba de la sangre que movía las venas de aquel desconocido en la entrada del estacionamiento con cada latido.

“Perfecto. Es el auto negro, en la cochera 23. Lo espero.”

Guillermo caminó cuarenta y cinco pasos hasta el lugar indicado. El eco de sus pisadas resonaba en los techos altos del lugar. No había nadie. Era muy temprano. Dentro de unos minutos todos irían a buscar el auto para ir a sus trabajos. Guillermo estaba tranquilo. Estaban sólo ellos dos en el inmenso estacionamiento que parecía alargarse hasta el infinito con las luces mortecinas de los tubos fluorescentes. Miró sus manos. Las venas hinchadas nuevamente. Lo dedos crispados, vueltos de hierro. El punto rojo en su cabeza crecía con cada paso que daba. Cuando llegó a su auto, se apoyó sobe el capó y espero tal vez treinta segundos hasta que vio que el hombre se acercaba a él con desgano.

Una ligera taquicardia le dio la sensación de que su pecho se movía a los saltos. La sangre se movía dentro de su cuerpo con furia. Tenía la boca seca. Si hubo un intento por parte del viejo Guillermo de parar la desgracia que se estaba por cernir en la soledad del estacionamiento, fue ínfimo. Esa persona que había sido ya no existía. Había sido comida por aquella mancha roja que había tomado el control. El desconocido encargado  llegó hasta el auto con la misma cara agria que tenía en la vereda. Pidió permiso para entrar y probar de darle arranque. Por supuesto al primer intento el auto empezó a ronronear como un gato.

“Esta máquina está perfecta- dijo con un tono que ponía en evidencia su pasión por los motores- Estos autos son un lujo.”

Aceleró. El motor tronó con furia. Disfrutó de ese sonido ensordecedor. El portero sonreía con placer, sentado en la butaca de cuero negro de un auto que no le pertenecía.

“Lo tenés de diez”- le dijo.

“Muchas gracias”- su cara era ya máscara de cera. Las luces creaban en su rostro un tono azulado, putrefacto. Sus dientes brillaban en esa continua sonrisa paralizada.

“Bueno, salgo tranquilo no más. Muchas gracias.”

El portero comenzó a alejarse. Al pasar por delante de Guillermo, el hombre sintió la mano de el particular dueño del autazo sobre su hombro. Ahora qué, pensó con la misma acritud de costumbre. Se dio vuelta para ver qué necesitaba. Guillermo le dio con el matafuegos justo en la nariz. Nadie gritó. El motor encendido tapó el ruido de bolsa de papas que hacen los cuerpos cuando caen al piso. El hombre estaba aturdido, incapacitado, pero consciente. La sangre de la nariz fracturada lo ahogaba un poco. Guillermo lo arrastró entre los autos estacionados. Se abalanzó sobre él. Presionó con sus piernas el cuerpo para que no se moviera. Cerró sus manos como tenazas en el cuello de la víctima. Fue tan fuerte el ahorcamiento que pudo sentir como algo en el cuello se partía. La sangre de la nariz lo tentó como a la mañana lo había hecho la sangre de su pie. La lamió como un perro que lame su presa recién cazada.

Fueron sólo uno segundos. El vaticinio caprichoso y atroz se había cumplido. Guillermo dejó el cuerpo en un rincón oscuro, entre las basuras acumuladas que iba dejando la gente que estacionaba sus autos en el inmenso garage. Se arregló la ropa, se acomodó el pelo y se limpió la boca con un pañuelo de papel que luego tiraría en la calle. Se fue al trabajo. Ese día pisó el acelerador un poco más de lo acostumbrado. Pensó en el semáforo si tendría una nueva premonición como la que había tenido en otro momento. Las bocinas de los demás lo sacaron de sus pensamientos. Dejó las huellas de las ruedas cuando arrancó nuevamente. Era cierto. Aquel auto era una máquina.


2 respuestas a “Premonición”

    • Mónica: Sería interesante una segunda parte. Si bien no estaba pensado para una segunda parte, la realidad es que el final abierto permite un segundo cuento, con el mismo personaje. Muchas gracias por comentar la publicación. Si lo has disfrutado, recomiéndalo!! Abrazo!!

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